La resurrección de la reforma laboral no es una señal de esperanza, ni un triunfo institucional. Es una amenaza latente que vuelve a tomar forma, esta vez camuflada bajo el discurso del “diálogo democrático”. Pero basta mirar un poco más allá del titular para entender lo que está ocurriendo, el Gobierno, tras el estruendoso fracaso de su consulta popular, busca desesperadamente oxígeno político. Y lo ha encontrado resucitando un proyecto que ya había sido archivado por falta de sustento, respaldo y realismo.
Este no es un proyecto de país. Es una pieza de propaganda. Y como toda propaganda, busca enemigos. En este caso, el blanco es claro, el empresario. Ese que arriesga, que genera empleo, que sostiene la economía en medio de la incertidumbre. Para el Gobierno, el empleador es un explotador por naturaleza, y por eso, la reforma se plantea como un castigo, no como una solución.
Las consecuencias de este enfoque están más que advertidas. El Banco de la República estima que, de aprobarse tal como está, podrían perderse hasta 746.000 empleos formales. Fedesarrollo es igualmente categórico: cerca de 451.000 empleos se esfumarían, particularmente en las microempresas. Esas mismas que constituyen el 83% del tejido empresarial colombiano.
Pongámoslo en contexto, una microempresa con tres trabajadores vería incrementado su costo mensual de nómina en casi un 12%. ¿De dónde sacarán ese dinero? No lo sacarán. Reducirán personal. Cerrarán. Migrarán a la informalidad. Esa es la realidad que este Gobierno, encerrado en su retórica, se niega a reconocer.
Y como si fuera poco, la reforma contempla volver rígido e inflexible el mercado laboral, recargos nocturnos desde las 6 p.m., pagos adicionales por domingos y festivos, restricciones casi absolutas para despedir a un trabajador, incluso si no cumple con el perfil o si la empresa está en crisis. Todo eso suena muy “progresista”… hasta que llega el momento de pagar la nómina o de tomar decisiones empresariales que garanticen la sostenibilidad de los empleos.
Además, pretende eliminar la tercerización sin siquiera entender que, en muchos sectores, es el único modelo viable para generar empleo masivo. ¿Qué pasará con los sectores como el comercio, el turismo, el entretenimiento nocturno, la economía digital, las plataformas de transporte o domicilios? Miles de jóvenes que dependen de esos empleos quedarán sin opción. Pero claro, eso no importa cuando el objetivo no es generar trabajo digno, sino reforzar el relato del “pueblo contra los ricos”.
Y aquí se pone aún más grave, en un país donde más del 50% de los trabajadores son informales, esta reforma no acerca a esos colombianos a un contrato estable. Los aleja. Porque nadie va a formalizar si el costo de hacerlo es casi insostenible. Esta reforma no es una puerta hacia la legalidad laboral; es una pared que expulsa a millones hacia la precariedad.
La excusa de siempre será que se hace en nombre de la justicia social. Pero la verdadera justicia no consiste en inventar derechos de papel que nadie podrá pagar. Justicia es crear condiciones reales para que más colombianos tengan empleo estable, formal y sostenible. Justicia es entender que proteger el empleo no es ponerle grilletes a quien lo genera.
El Congreso está dispuesto a debatir, pero no a someterse. El país está listo para modernizar su legislación laboral, pero no para imponer una visión ideológica que no resiste el menor análisis técnico ni económico. El sector laboral pide una reforma a gritos, pero una reforma que cree empleos, no que fomente la informalidad.
Colombia necesita una reforma laboral, sí. Pero necesita una que entienda cómo funciona el empleo en este país. Una que combata la informalidad sin castigar la formalidad. Una que proteja al trabajador, pero sin asfixiar a quien lo contrata. Una que promueva el desarrollo, no que lo frene con reglas imposibles de cumplir.