La desconfianza se ha convertido en la norma y esto hace que en el ojo del huracán no estén los problemas que enfrentan las sociedades, sino la fragilidad emocional de aquellos que están en el poder.
¿Qué puede esconder la mente de un político que, a pesar de haber sido elegido por el pueblo, se siente constantemente acechado, vigilado y, sobre todo, perseguido? La respuesta es perturbadora: una mezcla tóxica de egos inflados, paranoia y megalomanía que no solo afecta su juicio, sino que también trastoca el bienestar colectivo. Lo convierte en víctima de sus delirios.
Esta dilección al poder se manifiesta en sus garabatos y discursos, donde la retórica se despliega con maestría. Políticos de renombre, como el expresidente de Estados Unidos y actual candidato, Donald Trump, personifican este fenómeno. Durante su administración, las acusaciones de “caza de brujas” contra sus adversarios resaltaron cómo su paranoia no solo lo llevó a desconfiar de la prensa, sino a crear una narrativa en la que cualquier crítica era vista como un ataque personal.
Vista desde afuera, esta paranoia parece derivar de una culpa mal disimulada, un reconocimiento tácito de que, más allá de sus triunfos, el terror de ser desenmascarados ronda por sus sombras.
Ahora, este comportamiento no es exclusivo de Trump, ni siquiera está limitado a funcionarios de la política estadounidense. En América Latina, el espectro de la persecución personal ha llevado a varios líderes, desde Nicolás Maduro hasta Jair Bolsonaro, a encerrar voces disidentes bajo el manto del “enemigo del estado”.
Aquí, la doctrina del miedo se vuelve el aceite que engrasa la máquina del poder: mientras más amenazados se sientan, más autoritarios se vuelven, pensando que es su única defensa ante una multitud que no solo los observa, sino que también juzga.
El resultado es un ciclo vicioso en el que el ego, el orgullo y la búsqueda desesperada de validación superan los intereses de la comunidad. Este fenómeno queda patente cuando vemos que, en lugar de abordar problemas cruciales como la pobreza, la salud o la educación, se invierten ingentes recursos, bodegas e influenciadores en campañas que intentan limpiar la imagen pública del político. Casi que canonizarlo.
Curiosamente, los escándalos de corrupción no hacen más que reforzar la narrativa de la traición, creando un ambiente donde la víctima se convierte en perpetrador y viceversa. Entre más se revelan y demuestran escándalos, más se reflejan como mártires y más ataques golpistas o amenazas de muerte anuncian que tienen.
La sugestión de que están siendo observados e interceptados no es solo paranoia: es la proyección de su propia naturaleza. Aquellos que han eludido la rendición de cuentas tienden a asumir que el mundo entero también opera en un contexto de engaño y manipulación. Así, cada allegado, consejero o incluso ciudadano crítico, se convierte en un potencial traidor, alimentando una cultura de aislamiento y miedo que socava, aún más, las capacidades de gobernar con eficacia.
Es necesario, por tanto, reexaminar lo que realmente significa servir al público en este contexto. La megalomanía política no solo causa estragos en la moral de un líder, sino que también erosiona el tejido social de la nación. La desconexión entre el político y el pueblo se vuelve tan evidente que el único camino que queda es la autojustificación permanente. Cuando los líderes eligen mirar hacia adentro por su propia inseguridad en lugar de hacia afuera por el bienestar de los ciudadanos, se desdibujan las líneas entre el servicio público y el interés personal.
La política debería ser un arsenal de soluciones, no un refugio para egos asediados. La paradoja es terrible: mientras los ciudadanos claman por atención a sus necesidades, aquellos a quienes eligen para representarlos eligen, en cambio, mantenerse atrapados en un laberinto de dudas, traiciones e ilusiones. La enfermedad de la política no es solo el escándalo, sino el vacío emocional que permite que la vanidad y el ego reemplacen la razón y la empatía, dejando a la sociedad a merced de sus caprichos.
La crítica se vuelve no solo necesaria, sino inevitable. Y de la crítica pasar a la acción. Ignorar, dejar de dar eco a ese deseo de generar más odio. Y dejar de catalogar como loco o frenético al líder; esa es la manera en la que se exculpa y se puede hasta justificar la irresponsabilidad y mezquindad de quien planea una división para continuar reinando y demostrando incapacidad.
¿Hasta cuándo permitiremos que la soberbia dicte el rumbo de nuestra gobernanza?