“Maduro es un narco, no un presidente.” Así, sin rodeos, lo dijo el senador estadounidense Marco Rubio. Y con esa frase detonó una verdad que muchos líderes de la región, empezando por Gustavo Petro, prefieren ignorar: Venezuela no está gobernada por un jefe de Estado, sino por un tirano con conexiones criminales, sostenido por el miedo, la represión y el dinero del narcotráfico.
Rubio no está lanzando una teoría de conspiración. Está diciendo en voz alta lo que ya es evidente: que Maduro lidera un régimen ilegítimo, corrupto y brutal. Y lo más grave no es solo que lo diga un senador norteamericano, sino que lo calle quien debería alzar la voz con más fuerza: el presidente de Colombia.
Petro no actúa con firmeza frente a la dictadura, sino que se desliza entre la tibieza y el servilismo. Mientras Maduro reprime a su pueblo, el presidente colombiano extiende la alfombra roja. En lugar de rechazar el atropello democrático, Petro lo maquilla con retórica progresista. No se enfrenta al tirano, lo trata como estadista. No denuncia la barbarie, la disfraza de diplomacia. Y mientras tanto, la frontera se vuelve una zona gris donde se diluyen los límites entre legalidad e impunidad.
En lugar de trazar límites claros con un régimen acusado de crímenes de lesa humanidad, el gobierno colombiano abre la puerta a iniciativas como la llamada “zona binacional de desarrollo fronterizo”. Esa propuesta no es integración regional: es entrega territorial. Es una cesión de soberanía encubierta, que podría permitir que el régimen de Maduro tenga injerencia sobre suelo colombiano, legitimado por un acuerdo supuestamente técnico pero profundamente político. Un regalo disfrazado de cooperación, con graves consecuencias estratégicas.
Rubio ha encendido la alarma. Y no se puede ignorar. Su advertencia no solo tiene peso político, tiene fuerza moral. Mientras Estados Unidos mantiene una postura firme frente a las dictaduras del continente, buena parte de América Latina ha optado por la cobardía. Petro, como otros, ha elegido el camino de la omisión selectiva: condena a unos, mientras protege a sus aliados ideológicos, sin importar los abusos que cometan.
El pueblo venezolano sigue sufriendo. La represión continúa, la censura se afianza, la migración no se detiene. Y aun así, Petro opta por el silencio. Pero el silencio, en política, no es neutral: es complicidad. Cada gesto de reconocimiento hacia Maduro es una bofetada para quienes luchan por recuperar su libertad. Y lo que ocurre en Venezuela no es ajeno a Colombia. La frontera está desbordada por mafias, grupos armados y redes de contrabando que se alimentan precisamente del desgobierno al otro lado del río.
Esta es la hora de hablar claro. Colombia no puede ni debe normalizar la dictadura venezolana. No podemos permitir que se cedan espacios de soberanía bajo la narrativa engañosa del “desarrollo binacional”. No podemos aceptar que nuestro país sea usado como plataforma para legitimar un régimen que ha convertido a Venezuela en un infierno.
Rubio dijo lo que muchos no se atreven: Maduro no es presidente, es un delincuente con poder. Y ahora nos toca decidir de qué lado estamos. Porque en esta historia, callar es traicionar.