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Juan Cristóbal Zambrano López

Los Antitiranos

Una columna del Portal de Opinión

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Por: Juan Cristóbal Zambrano López

Gustavo Petro insiste en ser un presidente autoritario, aunque la independencia de poderes le ha ganado en su falsa idea de ser el único dueño de las instituciones colombianas.
Quiere ejercer un poder absoluto, pero se encuentra con una realidad que no le obedece. Su deseo de controlar las instituciones tropieza con una justicia independiente, una prensa libre y una ciudadanía que no se deja intimidar. Y lo más revelador: ni siquiera dentro de su propio gobierno logra imponer su voluntad.

Petro gobierna como si estuviera en una cruzada personal. No entiende que el Estado no es una trinchera ideológica, sino una estructura compleja que exige diálogo, coordinación y respeto por las reglas. Su idea de liderazgo se basa en el conflicto permanente: contra el Congreso, contra los medios, contra las Cortes, contra los empresarios y hasta contra sus propios ministros. En su afán por dominarlo todo, termina quedándose solo.

En Colombia, el presidente no puede hacer lo que quiere, y eso es precisamente lo que más le incomoda. Cada vez que intenta imponer su criterio, aparece una institución que le recuerda que no es dueño del país. Ha querido que las Cortes fallen conforme a su conveniencia, pero ellas han mantenido su independencia. Ha querido que el Congreso se arrodille ante sus reformas, pero ha tenido que enfrentar la resistencia de una coalición fracturada y de una oposición organizada.
Ha querido que la prensa le sirva de vitrina, pero lo que encuentra son titulares que desnudan sus errores.

Ni siquiera sus ministros parecen seguirle el juego. Algunos renuncian porque no comparten sus formas, otros lo contradicen abiertamente y varios actúan con agendas propias. En un gobierno donde el presidente pretende centralizarlo todo, reina la descoordinación. Petro predica el cambio, pero su gabinete vive en el desconcierto. Las divisiones internas no son producto de la oposición, sino del caos con que se gobierna desde la Casa de Nariño.

Tampoco tiene diálogo con los gobernadores ni con los alcaldes. El mandatario ha confundido la descentralización con la subordinación. En lugar de escuchar a los territorios, los sermonea; en vez de trabajar con ellos, los acusa de obstaculizar su proyecto. Las regiones se cansaron de la indiferencia y el abandono. Hoy muchos mandatarios locales gobiernan sin esperar nada del Gobierno Nacional, porque entendieron que las promesas del presidente se quedan en discursos.

Petro se ha aislado políticamente. Vive más pendiente del aplauso de las redes que de los resultados reales. Mientras el país enfrenta crisis en salud, educación y seguridad, el presidente responde con trinos, insultos y teorías conspirativas. Ha convertido el poder en una tribuna personal, y eso lo ha alejado incluso de quienes alguna vez lo admiraron. Su autoridad se debilita no porque lo ataquen, sino porque él mismo se ha encargado de desgastarla.

El intento de concentrar el poder se le ha devuelto como un boomerang. Las instituciones siguen en pie, los jueces siguen fallando, los medios siguen informando y la ciudadanía sigue opinando. Y cada vez que el presidente intenta imponer su narrativa, la realidad se encarga de contradecirlo. Colombia no necesita derribar tiranos porque su propio sistema impide que prosperen.

En otros países, líderes con rasgos autoritarios lograron someter los contrapesos del Estado. Aquí, Petro no ha podido hacerlo. No porque no lo haya intentado, sino porque la democracia colombiana (con todas sus imperfecciones) aún tiene anticuerpos. Lo frena la Constitución, lo frenan las instituciones, pero también lo frenan sus propios errores.

El poder sin límites se le ha escapado de las manos porque ni sus ministros le obedecen ni sus aliados le creen. Lo que queda es un gobierno disperso, un presidente que desconfía de todos y un país que empieza a cansarse de su discurso eterno de victimización. Petro quiso ser el líder indiscutido, pero se ha convertido en el principal obstáculo para sí mismo.

Colombia ha resistido a quienes han intentado concentrar el poder. Lo hizo frente a caudillos armados, frente a dictadores de hecho y ahora frente a un presidente que confunde la democracia con obediencia. Esa resistencia no tiene un nombre específico, pero representa la fuerza que mantiene viva la República.

Gustavo Petro podrá insistir en su idea de refundar el Estado, pero no podrá refundar la voluntad de un país que se sabe libre. Porque aquí, aunque lo intenten, ningún tirano prospera. Y cada vez que alguien intenta serlo, se encuentra con la misma respuesta: instituciones firmes, regiones que exigen respeto y ciudadanos que no se arrodillan.

Eso aunque él no lo entienda es lo que lo frena. Y es también lo que salva a Colombia.

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