“Las drogas son el enemigo número uno de Estados Unidos, y debemos declararle la guerra para salvar a nuestros hijos”. Con esa frase, Ronald Reagan definió en los años ochenta lo que sería una política de Estado que trascendió gobiernos y marcó la relación con países como Colombia. Cuatro décadas después, el eco de esas palabras retumba con fuerza tras la descertificación que Washington le impuso a nuestro país, un recordatorio de que, mientras el mundo entiende la magnitud del problema, el gobierno de Gustavo Petro se empecina en relativizarlo y en desdibujar la lucha contra el narcotráfico con discursos ideológicos y decisiones erráticas.
La descertificación de Colombia es un golpe directo a la credibilidad de nuestra nación y la confirmación de que el gobierno actual ha fracasado en uno de los temas más neurálgicos de nuestra historia reciente. Como país hemos cargado durante décadas con el peso del narcotráfico, hemos asumido sacrificios inmensos y hemos defendido, con esfuerzo y dolor, una alianza internacional que hoy se tambalea por la improvisación de un presidente que privilegia la retórica sobre los resultados.
Minimizar lo ocurrido sería un error imperdonable. Este es un campanazo de alerta que deja claro que Estados Unidos ya no confía en nuestra voluntad real de enfrentar el problema. Y no es para menos, los cultivos ilícitos están en aumento, la sustitución voluntaria se quedó en promesas y el Estado se muestra ausente en las regiones donde manda la coca. Mientras tanto, desde la Casa de Nariño se insiste en que la “guerra contra las drogas” fracasó, cuando en realidad lo que ha fracasado es la política de Petro, improvisada, carente de estrategia y de resultados. El presidente ha preferido los eslóganes fáciles a los planes concretos, y ese vacío lo han llenado los grupos criminales, que hoy gozan de mayor libertad de acción que nunca.
La negativa a extraditar a capos solicitados por Estados Unidos es, quizá, la decisión más irresponsable de este gobierno. Durante años, la extradición fue la herramienta más efectiva para neutralizar a los grandes jefes del narcotráfico. Nadie quería enfrentar una celda en territorio norteamericano, y ese temor disuadió a muchos de seguir acumulando poder. Al debilitar esa figura, Petro le envía un mensaje equivocado a los criminales, que en Colombia hay margen para negociar, para dilatar procesos y, en el peor de los casos, para salir beneficiados bajo la bandera de una supuesta “paz total”. Confundir justicia con negociación es una fórmula peligrosa que erosiona el Estado de derecho y premia al delincuente.
Las repercusiones internacionales de esta descertificación son graves y no deben subestimarse. La relación con Estados Unidos atraviesa uno de sus momentos más delicados. No se trata solo de cooperación antidrogas, está en juego la confianza en áreas tan sensibles como la seguridad regional, el comercio y la inversión extranjera. Un país descertificado es un país bajo sospecha, un socio debilitado cuya palabra pierde peso en los escenarios internacionales. Ese deterioro no ocurre de la noche a la mañana, pero una vez consolidado resulta muy difícil de revertir.
Hoy, en lugar de ese esfuerzo articulado, lo que vemos es un Estado fragmentado, con ministros hablando en direcciones distintas y un presidente que cree que basta con discursos ideológicos para calmar la presión internacional. Esa es la diferencia entre el liderazgo serio y la improvisación.
Gustavo Petro pasará a la historia como el presidente que llevó a Colombia de ser un socio estratégico y confiable en la lucha antidrogas a convertirse en un país señalado por complacencia y falta de compromiso. Lo que hoy enfrentamos es la consecuencia de una visión equivocada y desconectada de la realidad que vivimos en las calles y en los campos. Yo, que conozco lo que significa negociar con firmeza y sostener la cooperación internacional en momentos críticos, no puedo dejar de advertir que esta es una irresponsabilidad histórica que compromete no solo a este gobierno, sino a la seguridad de las futuras generaciones.
La descertificación no es simplemente un papel firmado en Washington, es una alarma que muestra que el rumbo elegido por el gobierno está hundiendo al país en un aislamiento peligroso. Debemos recuperar la confianza de nuestros aliados y, sobre todo, garantizar a los colombianos que el Estado no será cómplice, por acción u omisión, de quienes hoy se lucran del narcotráfico mientras en los territorios la violencia aumenta y la esperanza se extingue. Si no rectificamos a tiempo, el costo será demasiado alto, habremos entregado, por negligencia y terquedad, la soberanía y la seguridad del país a los enemigos de siempre.