No se debe criminalizar la política, ni normalizar el delito. Ojo con la delgada línea que se
puede correr. La política es el arte de gobernar y administrar los asuntos públicos, una
función esencial en cualquier democracia. Sin embargo, el actual clima de desconfianza
hacia los políticos y las instituciones ha llevado a un peligroso fenómeno: la criminalización
de la política.
Argumentar a favor de no criminalizar la política significa abogar por una distinción clara
entre la gestión política legítima y las prácticas corruptas que realmente merecen ser
sancionadas. Los ministros y congresistas desempeñan un papel fundamental en la
democracia de cualquier país, tomando decisiones que afectan la vida de millones de
personas. Es crucial entender que estas decisiones, aunque sujetas a escrutinio, no deben
ser automáticamente sospechosas de corrupción.
El Ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, junto con sus predecesores y sucesores, enfrenta
la difícil tarea de gestionar el presupuesto nacional. Los congresistas, por su parte, acuden
a los despachos ministeriales para solicitar inversión en sus respectivos territorios,
reflejando la voluntad de sus electores. Esta interacción es parte del proceso político y no
debe ser criminalizada. Sin embargo, la gestión de la información en los medios sobre las
actividades de Bonilla y la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo ha generado una
percepción equivocada que criminaliza las funciones legítimas de los altos funcionarios del
Gobierno.
Es fundamental distinguir entre la criminalización de la política y la lucha contra la
corrupción. La corrupción es una práctica que ha dañado a Colombia desde hace mucho
tiempo. Es el saqueo de recursos públicos, la manipulación de procesos para beneficio
personal, y el abuso de poder. Denunciar y controlar la corrupción es un deber de todos los
ciudadanos, pero esto no debe llevar a la criminalización de las acciones políticas legítimas.
El caso de los congresistas y su interacción con los ministerios ilustra esta delgada línea.
Los congresistas condicionan su voto a proyectos o leyes, y estos acuerdos son públicos,
ya sea en medios de comunicación o en sesiones plenarias. Los ministerios y congresistas
acuerdan cambios, y esto es una parte normal del proceso político. La ilegalidad se
materializa cuando un congresista se apropia de dineros públicos o los transfiere a cuentas
personales o de terceros. En el caso del Ministro Bonilla, no se entregaron dineros, lo que
hace difícil establecer una finalidad corrupta. Solicitar a funcionarios que agilicen contratos
para beneficiar a varios municipios no es un delito per se. La línea se cruza cuando esos
contratos se desvían para beneficios personales.
La criminalización de la política puede llevar a un ambiente donde cualquier acción
gubernamental sea sospechosa, paralizando la función pública y erosionando la confianza
en las instituciones. Es vital para la salud de la democracia mantener una clara distinción
entre las prácticas políticas legítimas y la corrupción. Atacar y denunciar la corrupción es
esencial, pero debemos ser cautelosos de no criminalizar la política en el proceso.
El debate actual sobre la gestión de Ricardo Bonilla y la Unidad Nacional de Gestión del
Riesgo nos recuerda la importancia de mantener esta distinción. La crítica y el escrutinio
son necesarios, pero deben basarse en pruebas concretas y no en percepciones o
suposiciones. La política, cuando se ejerce correctamente, es una herramienta poderosa
para el bien común. Criminalizarla sin fundamento socava este potencial y amenaza la
estabilidad de nuestra democracia.
En conclusión, la criminalización de la política es un fenómeno peligroso que debe ser
abordado con cuidado. Debemos defender la integridad del proceso político mientras
combatimos la corrupción con firmeza. Solo así podremos garantizar que nuestras
instituciones funcionen de manera efectiva y que la confianza en nuestra democracia se
mantenga intacta.
Alejandro Ocampo