Algo profundo se está quebrando en el alma de este país. No es solo la violencia ni la inseguridad: es la pérdida de nuestra sensibilidad colectiva. Es algo más hondo, más silencioso y peligroso, la pérdida de nuestra sensibilidad colectiva. El asesinato de Jaime Esteban Moreno Jaramillo, estudiante de la Universidad de los Andes que salió a celebrar Halloween y terminó muerto, es la consecuencia visible de una sociedad que ha olvidado cómo sentir, cómo respetar y cómo cuidar la vida.
Jaime Esteban salió a divertirse, como lo haría cualquier joven. Y, sin embargo, su historia terminó en tragedia. Una fiesta, símbolo universal de alegría, se convirtió en el escenario de la muerte. Y mientras tanto, el país entero mira, opina, comenta y graba, pero ya casi nadie actúa. Esa pasividad nos está devorando como sociedad, la indiferencia se ha vuelto parte del paisaje.
Nos acostumbramos a la crueldad como quien se acostumbra al ruido de la ciudad. Nos resignamos a que los jóvenes mueran, a que las calles sean peligrosas, a que la violencia se infiltre hasta en los momentos que deberían unirnos. Hemos perdido el respeto por la vida, y eso, en el fondo, significa que hemos perdido el respeto por nosotros mismos.
Como padre, confieso que me estremece imaginar a los hijos saliendo de casa con la ilusión de una noche de fiesta y no regresando jamás. ¿Qué estamos haciendo mal para que la diversión se convierta en tragedia? ¿En qué momento dejamos que la rabia, el ego y la intolerancia dominaran el corazón de nuestros jóvenes? Hoy la fiesta no es un lugar de encuentro, sino un campo de competencia, quién bebe más, quién impone más, quién humilla mejor. Y cuando la violencia entra, ya no hay regreso.
Pero esta tragedia no solo habla de los agresores. Habla de todos. Habla de un país que ya no se escandaliza, de padres que ya no tienen tiempo de escuchar, de colegios que enseñan fórmulas, pero no valores, de una juventud que busca pertenecer en redes sociales, pero no encuentra sentido en la vida real. Algo falló en la crianza, en la educación, en la cultura.
Nos convertimos en una sociedad que reacciona, pero no reflexiona. Que juzga, pero no acompaña. Que exige justicia, pero olvida que la justicia empieza en casa. No basta con marchar o con encender una vela. Tenemos que volver a educar en humanidad, a recuperar la empatía perdida, a enseñarle a los jóvenes que nadie gana cuando otro muere.
No podemos permitir que la historia de Jaime Esteban sea solo una noticia más. Su muerte es una advertencia, un grito de auxilio del alma colectiva. Nos está diciendo que hemos traspasado límites morales que jamás debimos cruzar. La violencia no está en los barrios lejanos: está dentro de nosotros mismos, en la forma en que reaccionamos ante el dolor ajeno, en la manera en que consumimos la tragedia como entretenimiento.
Colombia necesita un remezón ético, una revolución de valores que devuelva el peso a la palabra vida. Necesitamos líderes, maestros, padres y medios que hablen de respeto, de compasión, de responsabilidad emocional. Porque cuando una fiesta termina en muerte, y un joven cae y el resto graba, ya no hay duda:la sociedad está enferma, y el silencio de los buenos la está matando más que la violencia de los malos.
O despertamos ahora, o seguiremos llorando a nuestros hijos entre luces de neón y música apagada. No podemos seguir indiferentes. Porque el día en que la muerte deje de dolernos, ese día, sin necesidad de disparos, ya habremos muerto todos.