La reciente victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos marca un retorno significativo de lo que se conoce como el «voto silencioso» o incluso el «voto vergonzante». Aunque este término se asocia generalmente con un grupo de votantes que prefieren no declarar sus preferencias por el temor a ser juzgados, no por ello sus razones son menos poderosas ni su impacto menos evidente en los resultados. Este es, al final, un triunfo de las voces que, por miedo o fatiga, decidieron hablar sin hacer ruido y que se expresaron sobre todo en los estados péndulo, claves para definir los destinos de la nación.
Desde su derrota en 2020, Trump logró consolidar su apoyo entre un segmento considerable de votantes que, aunque comparten muchas de sus ideas, han preferido evitar el escrutinio público. Este fenómeno no es nuevo y ya se había visto en casos como el Brexit en Gran Bretaña y el plebiscito por la paz en Colombia, donde el «no» ganó a pesar de ser políticamente incorrecto. Así, se evidencia cómo, en un contexto de polarización extrema, surge un electorado que se siente juzgado o acusado de «no ser cool» o incluso de retrógrado por expresar convicciones más conservadoras.
Muchos de estos votantes silenciosos provienen de comunidades profundamente arraigadas en valores tradicionales y conservadores, y se sienten desencantados con las políticas percibidas como “globalistas” o elitistas, que para ellos dejan de lado la realidad del estadounidense promedio. Esto es particularmente evidente en áreas rurales y suburbanas, donde una porción significativa de la población mantiene posturas que pueden considerarse, desde una perspectiva urbana, como profundamente tradicionales, con ciertas actitudes racistas y machistas latentes. Estos sectores, alejados de los reflectores de los grandes medios y de las narrativas progresistas, muchas veces prefieren votar sin anunciarlo, pero con una contundencia que redefine las elecciones.
Mientras el progresismo promueve causas que tocan asuntos como la justicia racial, el cambio climático o los derechos de las personas trans, estos ciudadanos buscan respuestas a sus preocupaciones cotidianas sobre el empleo, la seguridad y la estabilidad económica. Estos votantes han sentido que el discurso demócrata ha pasado de la inclusión a la imposición, acusando a quienes piensan distinto de retrógrados o intolerantes.
Esta percepción de ser “culpabilizados” por no adherir a la narrativa progresista ha sido una de las armas más efectivas de Trump para recuperar su base. Trump ha sabido, como pocos, cómo presentar estas elecciones como un plebiscito entre la “América tradicional” y la “América progresista”. Las políticas de identidad y la constante crítica al país como una entidad estructuralmente racista y opresiva resuenan en los círculos más liberales, pero causan rechazo en sectores menos urbanos, donde muchas personas no se reconocen en esa descripción. De hecho, un informe del Pew Research Center muestra que, aunque la mayoría de los estadounidenses apoyan la igualdad de derechos y el avance en temas de justicia social, existe una porción significativa de la población que no cree que estas cuestiones sean el problema más urgente del país.
Esto no significa negar las complejidades de la sociedad estadounidense ni el problema latente del racismo o el machismo. La nación aún enfrenta desafíos en estos frentes, pero, como se ha visto en estas elecciones, para gran parte de los votantes —sobre todo en las áreas rurales y suburbanas—, estos temas no son tan prioritarios como los económicos y de seguridad.
En última instancia, la victoria de Trump no es solo una victoria de su figura, sino una reacción contra lo que una porción del país percibe como una moral progresista invasiva. Es una victoria del voto silencioso, sí, pero también un recordatorio para el Partido Demócrata y sus aliados de que, en su búsqueda por avanzar en temas progresistas, tal vez han perdido el vínculo con el votante tradicional y, en especial, con el votante de clase media que busca estabilidad en un país que siente que le da la espalda.
Trump ha vuelto, impulsado por aquellos que, aunque no alzaron la voz en público, estaban esperando su oportunidad de hacerlo en las urnas. El reto, ahora, será ver si esta ola silenciosa perdura, y cómo reaccionarán los demócratas ante una realidad innegable: una buena parte de Estados Unidos sigue siendo conservadora, tradicional y desconfiada de una agenda progresista que, en su opinión, los está dejando atrás.
Ah… y con esto, al menos por 4 años más, Trump evitará ser un abuelo al cual visitar en la cárcel.