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Wilson Ruiz Orejuela

El fortalecimiento militar para preservar la paz, no para perdurar la guerra

Una columna del Portal de Opinión

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Mientras el país se desangra, el gobierno insiste en ensayar una “paz total” que no es más que una rendición disfrazada. Colombia está atrapada entre el cinismo del crimen organizado y la debilidad de un Estado que retrocede. La tragedia en regiones como el Catatumbo y el Cauca es el resultado directo de una política que premia al delincuente y castiga al ciudadano honesto.

En el Catatumbo, el ELN y las disidencias de las FARC se disputan el territorio a sangre y fuego. Más de 56.000 colombianos han sido desplazados este año. En el Cauca, ocho ataques simultáneos dejaron heridos a civiles, niños y militares. Según la Cruz Roja, vivimos la peor crisis humanitaria desde la firma del Acuerdo de Paz. ¿Y qué hace el Gobierno? Suspender operativos, frenar extradiciones y pactar treguas que solo permiten a los grupos armados rearmarse y expandirse.

Esto no es ingenuidad. Es negligencia criminal. Hoy, el Estado Mayor Central, el Clan del Golfo y el ELN han incrementado su presencia en más de 250 municipios. La Fuerza Pública no está derrotada: está amarrada. Hay una orden política de dejar hacer, dejar pasar. Una estrategia de brazos caídos que genera más muertos, más desplazados, más miedo.

Y como si la situación interna no bastara, la frontera se ha convertido en tierra de nadie. El régimen de Maduro protege terroristas mientras el ELN opera libremente en Venezuela, bajo la complicidad de las fuerzas bolivarianas. Pero el gobierno Petro responde con sumisión y silencio, disfrazando la entrega de soberanía como «hermandad».

Frente a este panorama, el tiempo de los lamentos terminó. Es momento de actuar con firmeza. La recuperación de la seguridad pasa por dos pilares fundamentales: el fortalecimiento real de la Fuerza Pública y la reducción estructural de la impunidad. Colombia no puede seguir siendo un país donde el criminal manda y el ciudadano se esconde.

Hoy nuestras Fuerzas Armadas están debilitadas, mermadas y desmoralizadas. En 2026, el nuevo Comandante Supremo deberá devolverles el respeto y la dignidad que representa portar un uniforme en esta patria. Esa tarea empieza por reconocer a nuestros héroes y recordar que las Fuerzas Armadas no le pertenecen a ningún gobierno: son una institución del Estado, encargada de proteger la soberanía, a los ciudadanos y a la Constitución.

Este cambio no es solo de enfoque, es institucional. A partir de 2026, debemos abrir canales formales para que soldados y suboficiales aporten con retroalimentación sobre condiciones operativas, dotación y decisiones estratégicas. Y al mismo tiempo, crear espacios seguros donde puedan denunciar irregularidades sin temor a represalias. Además, debemos garantizar acceso preferente a becas universitarias y técnicas para ellos y sus familias. Ser parte de la Fuerza Pública no puede ser la única opción: debe ser la opción más digna para servir a Colombia.

Desde el Ministerio de Justicia siempre defendí una justicia sin espacio para la impunidad. De nada sirve capturar cabecillas si los jueces los sueltan en 24 horas. Por eso actué con decisión: firmé más de 160 órdenes de extradición. Hoy, esos criminales están tras las rejas en Estados Unidos. Ese es el camino hacia una paz verdadera, con justicia y sin concesiones.

Colombia necesita instituciones firmes, decisiones valientes y un respaldo incondicional a quienes arriesgan la vida por nuestra seguridad. Esto no es una guerra. Es la defensa del orden, de la vida y del derecho de cada ciudadano a vivir sin miedo. Recuperar el control del territorio y reconstruir la confianza en el Estado no es represión: es responsabilidad.

El 2026 no puede ser la repetición del desgobierno actual. Debe ser el punto de quiebre. El año en que retomemos las riendas, derrotemos al crimen y levantemos, con dignidad y coraje, la bandera de la verdadera seguridad y justicia. Porque fortalecer lo militar no es perpetuar la guerra. Es garantizar la paz. Y Colombia merece vivir en paz.

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