En una democracia funcional, utilizar recursos del Estado para perseguir adversarios o proteger aliados debería ser causal inmediata de destitución. Pero en el gobierno de Gustavo Petro, ocurre lo contrario: entre más sabe un funcionario, más blindado está. Ricardo Roa Barragán, presidente de Ecopetrol y exgerente de su campaña, no solo permanece en el cargo a pesar de graves denuncias, sino que se ha convertido en símbolo del cinismo institucional que define esta administración.
La revelación del millonario contrato con la firma Covington & Burling LLP, impuesto por Ricardo Roa sin la autorización de la junta directiva de Ecopetrol, desnuda un abuso flagrante de poder y una clara falta de transparencia. Lo que en principio debió ser una auditoría se convirtió en un operativo ilegal de espionaje interno contra al menos 70 funcionarios, con el fin de perseguir y silenciar a quienes, legítimamente, cuestionaban la gestión de la empresa estatal. Bajo el pretexto de una revisión de riesgos, se violaron derechos fundamentales, se malgastaron recursos públicos y se profundizó la crisis ética y administrativa de Ecopetrol, dejando en evidencia la debilidad y el autoritarismo en la cúpula directiva.
Es decir, Ecopetrol se habría convertido en una policía política al servicio del gobierno. No para combatir la corrupción, sino para silenciar a quienes representaban alguna amenaza a la narrativa oficial. Este es el tipo de persecución ideológica y administrativa que Petro criticaba en campaña, pero que hoy, bajo su mandato, se institucionaliza con descaro.
La respuesta del gobierno ha sido de una complicidad inquietante. A pesar de que tres miembros de la junta directiva (incluyendo los representantes independientes) renunciaron indignados por el manejo opaco de Roa, la reacción de Palacio ha sido el silencio absoluto. Peor aún, el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, le dio un espaldarazo público, lo que deja claro que la permanencia de Roa no se basa en su gestión empresarial por cierto, cuestionada por las calificadoras y el mercado internacional sino en su lealtad política y, quizás, en su conocimiento de los secretos más comprometidos de la campaña del 2022.
Ricardo Roa no solo está involucrado en las investigaciones sobre los dineros irregulares que habría recibido la campaña de Petro, sino que también aparece vinculado a un entramado de sociedades offshore y presiones indebidas para beneficiar a contratistas amigos en la empresa Urrá S.A., donde también participó Nicolás Alcocer, hijo político del presidente. En cualquier país serio, esto bastaría para abrir procesos penales, disciplinarios y fiscales. En Colombia, bajo el Petro gobierno, se traduce en ascensos, aplausos y más contratos.
Pero hay una consecuencia mayor, esta crisis ya está afectando a la principal empresa del Estado. Ecopetrol ha perdido valor en bolsa, su reputación como activo estratégico se deteriora y los mercados internacionales observan con preocupación cómo se politiza una compañía que debería regirse por criterios técnicos, no por fidelidades personales.
No se trata solo de un escándalo aislado. Es el reflejo de un proyecto político que desprecia los contrapesos, instrumentaliza las instituciones y recompensa a quienes encubren sus excesos. Roa permanece porque sabe demasiado, porque es útil para proteger lo que Petro no puede reconocer públicamente, y porque representa un estilo de gobernar que se basa en el chantaje silencioso de quienes sostienen los hilos del poder.
Si la oposición, la sociedad civil y los órganos de control no actúan con contundencia, este caso marcará un precedente devastador, que en Colombia se puede utilizar el aparato estatal para espiar, silenciar, manipular contratos y mantenerse impune… siempre y cuando se esté del lado correcto del presidente.