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Wilson Ruiz Orejuela

Diplomacia o claudicación

Una columna del Portal de Opinión

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Cuando un gobierno se arrodilla ante una dictadura, no está haciendo diplomacia, está renunciando a su dignidad.
Las recientes negociaciones del presidente Gustavo Petro con el régimen de Nicolás Maduro para lograr la liberación de colombianos detenidos en Venezuela son la muestra más clara de esa renuncia. No estamos frente a un gesto humanitario, sino ante un cálculo político disfrazado de fraternidad. La política exterior de Colombia ha dejado de ser una defensa de los principios democráticos para convertirse en una extensión de las afinidades ideológicas del poder.

El Ejecutivo ha optado por una cercanía complaciente con Caracas, envuelta en el discurso de la integración latinoamericana y la hermandad regional, mientras en Venezuela se violan sistemáticamente los derechos humanos, se encarcelan opositores y se manipulan las instituciones a voluntad. Bajo esa falsa narrativa de “diálogo entre iguales”, Colombia ha ido perdiendo su voz, su peso y su autoridad moral en el continente.
El país que antes alzaba la bandera de la libertad hoy guarda silencio frente al abuso y mira hacia otro lado cuando la tiranía oprime.

Resulta además inevitable señalar la incoherencia del discurso oficial. Cuando se trata de condenar a Israel o de cuestionar a Estados Unidos, el presidente Petro se muestra vehemente, moralista y combativo. Habla de soberanía, de derechos humanos y de paz con un tono de cruzada ideológica. Pero frente a Venezuela, donde la represión es cotidiana y la democracia fue demolida hace años, el silencio se impone como estrategia. Esa doble moral erosiona la credibilidad de Colombia en el escenario internacional, no se puede reclamar autoridad ética en conflictos lejanos mientras se guarda silencio ante la tragedia que ocurre a pocos kilómetros de la frontera.

Esa selectividad moral del gobierno es el reflejo de una diplomacia ideologizada que calibra la gravedad de los abusos según la conveniencia política del momento. No hay principio, sino cálculo. Esa incoherencia no solo erosiona la imagen del país, sino que desfigura el verdadero sentido de la diplomacia: la defensa de los valores universales por encima de las afinidades partidistas. Colombia no puede pretender ser juez de las potencias lejanas mientras se hace cómplice silencioso del verdugo que tiene al otro lado de la frontera.

La diplomacia, cuando se ejerce con dignidad, no exige sumisión. Un Estado responsable puede proteger la vida y la libertad de sus ciudadanos sin rendirse ante quienes han hecho del poder un instrumento de sometimiento. La vida de los colombianos detenidos en Venezuela debe ser prioridad, sí, pero jamás pretexto para legitimar un régimen que ha destruido la democracia y la institucionalidad. Los derechos humanos no se negocian: se exigen con carácter.

Colombia ha pasado de ser un referente ético en la región a convertirse en un espectador temeroso, guiado más por afinidades ideológicas que por convicciones democráticas. Esa postura erosiona la soberanía, debilita la credibilidad internacional y envía un mensaje devastador a las víctimas del autoritarismo. El silencio frente a la injusticia no es prudencia: es complicidad.

Un gobierno que se autoproclama defensor de la justicia social no puede cerrar los ojos ante la injusticia política. Defender a los connacionales detenidos en Venezuela es un deber, pero hacerlo validando la represión es un error histórico. La diplomacia sin principios degenera en complacencia, y la complacencia en corresponsabilidad.

La política exterior requiere coherencia y carácter. Un país que se respeta no intercambia dignidad por conveniencia ni confunde la defensa de la vida con la sumisión ante la tiranía. La firmeza no contradice la diplomacia: la ennoblece.

Colombia necesita recuperar su voz, la que alguna vez habló con autoridad moral en la región. Una voz que no tema llamar dictadura a la dictadura, que no disfrace la censura de soberanía ni el silencio de prudencia. La diplomacia no debe ser el refugio de los cobardes, sino el instrumento de los Estados que aún creen en la libertad.
Y si algo requiere hoy nuestra política exterior, es precisamente eso: libertad, coherencia y carácter.

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