El aval fiscal se ha convertido en el as bajo la manga, la ostia presupuestal en la homilía
petrista. Antes, el ministro de Salud no tenía cómo responder ante la inviabilidad fiscal de la
reforma; pero ahora, como si fuese un episodio de La rosa de Guadalupe, esta última le dejó su
rosita blanca al ministro Jaramillo, dándole la esperanza de que el proyecto puede salvarse
porque el ministro de Hacienda ya dio su bendición. Y claro, ante tal milagro, la bancada
petrista aplaude con vehemencia como si estuvieran en un reinado de belleza; los bodegueros
alaban la gestión, y el país sigue creyendo que un PDF firmado es la solución inmediata para la
crisis del sector.
Pero el detalle técnico, ese que nadie lee en un trino, dice otra cosa. El aval fiscal no garantiza
liquidez ni eficiencia: solo certifica que la iniciativa “cabe” dentro de las proyecciones del Marco
Fiscal de Mediano Plazo. Es decir, no hay plata nueva; solo se redistribuye lo ya existente,
maquillando el presupuesto para que encaje dentro de la narrativa. En pocas palabras, es un
truco contable con aroma de reforma estructural.
La reforma propone reemplazar el modelo mixto (público-privado) de aseguramiento por uno
centralizado bajo el Estado. Las EPS, sinónimo de corrupción para la narrativa nacional, pero
que aún son el sostén logístico del sistema y que además cobijan al 98.5% de la población,
serían sustituidas por los CAPS (Centros de Atención Primaria en Salud) y una red pública
administrada desde Bogotá. Sobre el papel suena revolucionario, como todo lo de Arcadio. En
la practica, desmonta más de 25 años de infraestructura y crea un monstruo administrativo con
el doble de costos fijos. Los expertos lo llaman riesgo de transición. Ahí es donde el aval fiscal
debería encender alarmas, no apagarlas.
Un modelo de salud no se mide por cuánto promete gastar, sino por su capacidad de sostener
el flujo de caja entre hospitales, proveedores y usuarios. El Ministerio asegura tener todo
calculado, pero nadie explica cómo cubrirán los pasivos de las EPS liquidadas ni quién asumirá
las deudas con clínicas privadas. El Gobierno, potencia mundial de la vida, jura que “el Estado
responderá”, pero con un déficit fiscal que superará el 7% del PIB y una deuda pública por
encima del 48%, esta promesa suena tan creíble como los consejos de un nutricionista con
sobrepeso.
En Colombia, la política pública se mide en celdas de Excel. Hacienda otorga un aval cuando
las cifras cuadran, aunque sea a punta de supuestos optimistas. Eso se llama ingeniería
presupuestal: una especie de yoga contable donde el dinero se estira y dobla hasta alcanzar la
forma deseada.
El Gobierno insiste en el dogma de que “la salud no puede ser un negocio”. Cierto. Pero
convertirla en una burocracia centralizada tampoco garantiza equidad. El problema nunca fue la
existencia de las EPS, sino la ausencia de control. En vez de fortalecer la Superintendencia, se
optó por demoler el modelo completo y montar uno nuevo sobre las ruinas. Es como incendiar
la casa porque el inodoro gotea. Y mientras los expertos advierten sobre la inviabilidad técnica,
el Gobierno responde con moralismos diciendo “No entienden el cambio”; “defienden a las
mafias”. Como si cuestionar cifras de la matemática según Petro, fuera herejía.
El debate se volvió teológico. Hacienda otorga el aval, el Congreso lo canoniza, y el ciudadano
debe creer sin preguntar. Quien duda, “no quiere al pueblo”. Como con la reforma pensional.
A nivel macro, la reforma tiene un problema estructural: carece de un plan de sostenibilidad a
largo plazo. No basta un aval inicial; se requiere garantizar flujo continuo de recursos, control
del gasto y reduccion de intermediarios sin producir cuellos de botella administrativos. Pero ese
es lenguaje técnico, y en la era del populismo los tecnicismos sobran.
Lo que importa es el titular: “Reforma a la salud cuenta con aval fiscal”. Ahi termina el análisis.
No importa que los hospitales sigan quebrados, que a los médicos no les llegue el sueldo, o
que los pacientes esperen seis meses por una cita y deban conseguir sus tratamientos por su
cuenta. Hay aval, y eso basta para que el Gobierno sienta que cumplió.
Por lo que Colombia no necesita más avales, necesita planificación real. Necesita separar la
política del diseño técnico. Porque mientras el Gobierno crea que un sello de Hacienda
convierte un decreto en política pública, la salud seguirá en cuidados intensivos, conectada a
un respirador de demagogia. Y cuando el modelo colapse, porque colapsará, culparan a la
oposición, a los medios o a las EPS. Nunca al dogma, nunca a la soberbia.
Lo que me lleva a pensar que en este país todo tiene aval, los discursos, los errores, los
delirios. Lo único que no tiene aval es la sensatez.
Eli Zuleta.