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Eli Zuleta

Autodestrucción por soberbia retórica

Una columna del Portal de Opinión

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Colombia no está ante una contienda política. Está ante un concurso de espejos y frivolidades
personales. Muy a mi pesar, observo que la derecha y la centro-derecha no se preparan para
gobernar un país golpeado por las ocurrencias del primer desgobierno de izquierda. Ellos —la
derecha y la centro-derecha— se preparan más bien para mirarse en cualquier superficie que
refleje y magnifique su propia esencia. No son más que narcisistas que sólo posan, opinan y
ensayan discursos frente a sus mismas bases electorales, sin llegar siquiera a convencerlas.
Bases que, actualmente desmoralizadas y dispersas, no ven mucho futuro dentro de sus
partidos, lo que las obliga a mirar y pensar fuera de la caja, buscando entre tanto ruido al
menos peor.
La izquierda, aunque muestra serias deficiencias para realizar operaciones matemáticas
básicas (como su ilustre e iletrado ídolo cósmico), resolvió la ecuación con prontitud: en medio
de una consulta presuntamente amañada —como todo en este desgobierno— eligieron a
Cepeda, el candidato amigo de ciertos ángeles que prefiero no nombrar para evitar una
demanda. Cerraron filas y, con la disciplina de un rezo, repiten hasta el hartazgo sus narrativas
contagiosas, cual letanías de una misa de domingo por la noche.
Mientras tanto, en la derecha, cada quien jura ser el elegido, reencauchando la misma retórica
mesiánica que llevó a Petro al poder. Todos creen tener las soluciones, pero ninguno es capaz
de construir unidad. Y aunque no tengan votos, ni programa, ni capacidad técnica para
sostener una campaña sin recurrir a la muletilla desgastada de “Dios, patria y familia”, siguen
compitiendo por figurar. Lo suyo no es patriotismo, es lagartismo revestido de cruzada moral:
un intento torpe por medir fuerzas políticas y ver qué puestos logran negociar en el próximo
gobierno.
Por consiguiente, en el Centro Democrático las cosas van mal, muy mal. Allí se ven las
costuras profundas, o más bien un brote herpético diseminado por todo el cuerpo del partido:
difícilmente tratable, y es que no hay aciclovir que valga para aliviar la comezón e irritabilidad
que generan sus precandidatos ante la opinión pública. Precandidatos que sólo persiguen
proyectos personales y que ingenuamente creen que, por adular al presidente Uribe, ya tienen
un pie en la Casa de Nariño.
Sin duda, esta situación es de estricto conocimiento de Álvaro. El problema es que tanto él
como su colectividad están golpeados, pues vienen librando una guerra de desgaste contra la
izquierda desde 2020. Y la izquierda, cual táctica de guerra de guerrillas de Ho Chi Minh, les ha
ganado en terreno y discurso, desmoralizando cada día más a “los ciudadanos de bien”. Por
eso, nuestro otrora presidente —criador de caballitos y vaquitas—, al ver la falta de idoneidad
de sus propias camadas, le ha hecho ojitos cómplices a Gaviria, Pinzón y Abelardo. Porque el
viejo sabe que María Fernanda, Miguel (padre), Paloma, Paola y Andrés se quemaron en la
contienda desde el mismo día en que anunciaron sus precandidaturas.

En las demás colectividades de derecha y centro-derecha la historia es la misma. No parecen
buscar el poder para gobernar ni para sacar a Colombia del muro de la vergüenza internacional
en el que nos ha metido el actual Arcadio Buendía. Compiten, sí, pero no para ganar: compiten
para que sus copartidarios no ganen. Una mezquindad ideológica que sólo beneficia a sus
rivales.
A esa conducta intransigente yo la llamo —o más bien la diagnostico— como “autodestrucción
por soberbia retórica”, una enfermedad autoinmune del cuerpo político. Ataca sus propios
tejidos creyendo que son amenazas externas —como esta columna, por ejemplo—,
provocando un exceso de verbo que termina aislando, inflamando y necrosando a sus propios
electores. El pronóstico, lejos de ser favorable, evoluciona tórpidamente, pues esta enfermedad
inhibe la audición, el análisis y la autocrítica, generando desconexión con las realidades del
país.
Por eso, la izquierda nada tiene que hacer para vencer a la derecha: esta última, al atacar a
sus propios anticuerpos, ha quedado desprovista de cualquier jugada estratégica para hacer
frente a sus competidores. Pero este ejemplo no es nuevo; lo mismo ocurrió en Venezuela,
donde la oposición, durante más de veinte años, en lugar de construir consensos, se dedicó a
dilapidar y perseguir a sus propios compadres ideológicos. Buscaron enaltecer su soberbia y,
entre tanto incremento de ese narcisismo político, fue que la izquierda venezolana —cual
colonia invasora— aprovechó la inmunodeficiencia política, democrática y estatal para
perpetuarse en el poder.
Palabras más, palabras menos, los únicos responsables de que la izquierda vuelva a ganar en
2026 —y prolongue su mediocre proyecto político— son los mismos que hoy se creen sus
salvadores. Una derecha que, cegada por su reflejo, confunde el liderazgo con la vanidad y el
deber con la soberbia. Así, mientras se miran al espejo y compiten por quién brilla más bajo la
luz de su propio ego, el país se les escapa entre los dedos. Porque olvidaron, en su afán de
protagonismo, que la misión no era salvar sus carreras, sino salvar a Colombia.

Eli Zuleta

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