La política colombiana posee una capacidad única para transformar gestos
simbólicos en distracciones estratégicas. El reciente anuncio de María José
Pizarro, quien declinó sus aspiraciones de retornar al ámbito legislativo,
antes de ser un acto de gallardía, es la consecuencia de «una
incoherencia» que delineaba una designación directa por bolígrafo, y no la
respuesta a la votación popular de la consulta realizada el 26 de octubre.
Paradójicamente, un acto presentado como muestra de principios termina por
revelar las fracturas internas, los cálculos políticos y la inconsistencia moral de
un proyecto que prometió transformar la política, pero que terminó atrapado en
sus propios vicios.
El argumento de María José Pizarro basado en la coherencia se torna endeble
al realizar una revisión del contexto político. El proyecto progresista,
presentado como el estandarte del cambio y la reivindicación social en
Colombia, parece haber perdido su rumbo a causa de sus propias
contradicciones. La izquierda se encuentra actualmente inmersa en una
compleja red de inconsistencias que ponen de manifiesto la significativa
disparidad entre la retórica de sus líderes y las acciones llevadas a cabo desde
el ejercicio del poder. Lo que en campaña se presentó como un movimiento de
renovación ética, terminó reproduciendo las mismas prácticas que tanto criticó.
Desde su llegada al poder, el Pacto Histórico ha demostrado una
preocupante falta de capacidad para gobernar en medio de la diversidad
de fuerzas que lo componen. Las discrepancias internas, los egos
desbordados y la falta de coherencia programática han transformado lo que se
presentó como una «coalición de esperanza» en un frente de disputas
permanentes por cuotas de poder y protagonismo. Cada facción política parece
interpretar la función gubernamental como si se tratara de un botín a repartir,
en lugar de reconocerlo como un mandato ciudadano que debe ser honrado. La
lealtad a los principios se ve comprometida ante la conveniencia del momento,
y la defensa del «pueblo» se utiliza como justificación para errores o para
responder a cualquier crítica legítima.
En lugar de fomentar un debate abierto y constructivo, el progresismo ha
optado por el discurso unidireccional del poder, donde la crítica es
malinterpretada como traición y el disentimiento es visto como una
conspiración. Aquellos que no comparten el pensamiento oficialista son
señalados como «enemigos del cambio», o «cómplices de la oligarquía».
La incoherencia se hace patente asimismo en la doble moral de muchos de sus
afiliados. Aquellos que anteriormente promovían la transparencia actualmente
eluden pronunciarse ante los escándalos que implican a figuras de su propio
movimiento. Esos que anteriormente denunciaban el uso impropio de los
recursos públicos actualmente se esconden detrás de la narrativa del «ataque
mediático» para eludir responsabilidades.
La ciudadanía, cada vez más desencantada, observa cómo la izquierda y sus
militantes se desgastan en discursos ideológicos y disputas con los medios de
comunicación, mientras el país real percibe que la promesa de cambio nunca
se materializó. No obstante, la mayor incoherencia radica en Gustavo
Francisco Petro Urrego, símbolo de esta apuesta política, que prometió
un gobierno del diálogo, pero ha terminado gobernando desde la
imposición y el aislamiento. Su tendencia a descalificar, su visión mesiánica
de la política y su dificultad para reconocer errores han minado la credibilidad
de su causa. Lo que anteriormente se concebía como un anhelo de
transformación, actualmente se interpreta como una demostración de poder
personalista, fundamentada más en la retórica emocional que en la gestión
efectiva.
En este contexto, el caso de María José Pizarro no constituye una
excepción, sino que refleja la ambición política de quien renuncia a una
aspiración presidencial por una cabeza de lista y, actualmente, posterga
su participación en el proceso legislativo con miras a una futura
candidatura vicepresidencial. Permanecer al margen no es una demostración
de fortaleza moral, sino más bien el reflejo de una fractura y una falta de
dirección en el movimiento, donde los líderes buscan preservar su imagen en
medio de un descrédito generalizado. La coherencia que María José Pizarro
invoca no se construye con actos mediáticos, sino con la valentía de cuestionar
internamente lo que se está haciendo mal. Es sencillo abordar el tema de la
ética cuando se mantiene una postura neutral; sin embargo, sostenerla ante el
poder y sus tentaciones se convierte en un desafío considerable.
El país ha sido testigo de la persistencia de la incoherencia política, sutilmente
enmascarada con apariencias de rectitud. En última instancia, el caso de
María José Pizarro no constituye una excepción dentro del Pacto
Histórico, sino que refleja su naturaleza intrínseca: un movimiento que
proclama principios, pero actúa en función de la conveniencia; que promete
cambio, pero repite los errores del pasado; que defiende la coherencia, pero
solo cuando no implica sacrificio real.