El aumento de impuestos no contribuirá de manera efectiva a reducir el déficit público; en cambio, si debilitará los ingresos de hogares y empresas, golpeando con fuerza el consumo y la inversión. El Gobierno afirma que la reforma tributaria cumple una doble finalidad: cerrar el déficit fiscal y financiar el presupuesto general de 2026.
Sin embargo, al revisar las cifras, los desajustes saltan a la vista. Si la meta es recaudar 26,3 billones de pesos frente a un déficit fiscal que ronda los 70 billones, el esfuerzo apenas cubre un tercio del hueco (38%). Y si parte de esos recursos se destina, además, a financiar un presupuesto que en los últimos dos años ha oscilado entre los 70 y 80 billones de pesos, ¿qué margen queda realmente para corregir el déficit? Ninguno.
Así, lo que se presenta como una estrategia de responsabilidad fiscal termina revelándose como una coartada para ampliar el gasto público en el último año de mandato presidencial.
Este diseño no es casual. De hecho, nada en política fiscal lo es. El hecho de que se quiera gravar el consumo no responde a criterios de sostenibilidad o distribución, sino a la desesperación recaudatoria de un Estado acostumbrado a expandirse sin límite alguno.
El IVA y otros impuestos indirectos han sido siempre la opción más fácil y lucrativa para los gobiernos. Se aplican en cada etapa de producción, por lo que el consumidor termina pagando no solo por el producto, sino por todos los impuestos acumulados. Cada compra se convierte en un aporte obligatorio al Estado, sin evasión. Es el impuesto perfecto para un gobierno que no quiere reformarse, pero si engordar.
De manera que, no es extraño que la reforma se articule sobre impuestos a la producción y el consumo afectando en última instancia a quienes producen y sostienen la economía.
Las primeras páginas del expolio inician proponiendo un aumento al impuesto de hidrocarburos —del 5 % al 19 % en tres años— así como contempla una subida del IVA sobre insumos agrícolas como: maíz, café, trigo y arroz industrial.
Desde el lado más “iluminado” de la discusión, el gobierno sostiene que no se afectara a clases desfavorecidas. Habría que ponerse una mano de frente para no notar el golpe sobre los ingresos reales de las clases medias y vulnerables, por dos sentidos:
- El encarecimiento del combustible incrementa los costes de transporte, lo que a su vez reduce la movilidad de los ciudadanos y eleva los precios de los bienes básicos.
- Si a esto se suma el aumento de los insumos agrícolas, el resultado es una presión mayor sobre los precios que impacta brutalmente el consumo de los ciudadanos.
A los gravámenes anteriores se le suma el ataque directo a la renta de las entidades financieras, elevando la carga tributaria del 38 % al 50%. Y como si no fuera suficiente, se incrementa el impuesto a los dividendos corporativos de un 20% a un 30%. Fiel a su populismo extractivista, el gobierno insiste en que la medida se orienta a grabar las “altas utilidades”. Una afirmación igualmente insostenible, en dos aspectos:
- Castigar la rentabilidad del sistema financiero no solo afecta a los banqueros, afecta a millones de ciudadanos y empresas que tendrán que enfrentan mayores tasas de interés y menor acceso al crédito.
- Si a esto se les suma un impuesto a los dividendos. El resultado es aún más perverso. El dividendo no es más que la parte del beneficio empresarial que se entrega al accionista. Si ese beneficio ya ha pagado impuestos, ¿por qué volver a gravarlo? La respuesta es simple, porque el objetivo del gobierno no es sanear las cuentas públicas es recaudar a cualquier costo.
Esta combinación de presión tributaria sobre el crédito y sobre la rentabilidad empresarial, reduce el atractivo de invertir en sectores productivos, limita el ahorro y destruye la capacidad de crecimiento de la economía
En definitiva, la nueva propuesta tributaria no estabiliza, expolia, a cualquier costo. Se castiga la inversión, se reduce el consumo y se encarece el crédito. Todo en nombre de una sostenibilidad fiscal que consiste en exprimir más a los mismos de siempre. Se paga por sostener un despilfarro desmedido de gasto burocrático y déficit fiscal que ha traído todo, menos crecimiento.
La Reforma no soluciona el problema del hueco fiscal, lo profundiza vía ralentización de la actividad económica. El gobierno, literalmente, se está dando un tiro en el pie con precisión técnica.