Los chats secretos revelados por medios de comunicación son la prueba irrefutable de que el Estado colombiano sigue siendo administrado como una finca privada al servicio del clientelismo. En esas conversaciones, figuras del entorno político como Alfredo Saade, Armando Benedetti y Vladimir Fernández enviaban hojas de vida y favores al entonces director de la DIAN, Luis Carlos Reyes, demostrando que incluso la entidad más estratégica para la estabilidad fiscal terminó convertida en un mercado de cuotas burocráticas.
No se trató de simples gestiones ni de recomendaciones ocasionales. Lo que quedó al descubierto fue la obscena naturalización de un sistema perverso, la política como intercambio de favores, la burocracia como pago y la misión institucional reducida a cenizas. La DIAN, que debería ser sinónimo de rigor, mérito y transparencia, terminó contaminada por la misma enfermedad que corroe a gran parte de las instituciones del Estado, el clientelismo como norma de gobernabilidad.
Estos chats confirman lo que denuncié penalmente desde el mes de marzo, Armando Benedetti incurre en tráfico de influencias. Lo más indignante es que, a pesar de las pruebas que circulan y de las investigaciones en curso, permanece cómodamente instalado en el Ministerio del Interior. Ese solo hecho retrata la incoherencia del gobierno de Gustavo Petro, que llegó al poder hablando de cambio, pero gobierna con las mismas prácticas clientelistas que tanto criticó.
La gravedad del episodio radica en el mensaje que envía a la ciudadanía. Si la entidad que administra los impuestos de los colombianos es tratada como un botín para repartir, queda claro que el resto del aparato público no está a salvo. La confianza en el Estado se desploma cuando la gente percibe que los cargos se asignan por padrinazgos y no por méritos. El resultado es una democracia debilitada, un sistema corroído y un ciudadano cada vez más distante de lo público porque sabe que, en la práctica, el poder está capturado por intereses particulares.
El gobierno de Gustavo Petro prometió ser el punto de quiebre frente a estas prácticas, pero lo que muestran los chats es la continuidad de las mismas mañas de siempre. El discurso del cambio se desvanece ante la evidencia de un Ejecutivo que cede a las presiones de la política tradicional para garantizar apoyos y votos. Esa contradicción no solo destruye la credibilidad del gobierno, sino que perpetúa el círculo vicioso que mantiene al país atrapado en la desconfianza y el atraso.
Este caso es la demostración más clara de cómo se negocia el poder en Colombia, a punta de puestos, cuotas y favores. Es la confirmación de que la política no se piensa en términos de servicio público, sino de beneficio personal y burocrático. Y es también la razón por la cual ninguna reforma prospera, ninguna promesa se cumple y ninguna institución logra consolidar la independencia que debería caracterizar a un Estado moderno.
El clientelismo no es un vicio menor, es el cáncer que carcome a Colombia desde adentro. Mientras estas prácticas sigan siendo la regla del juego, el país continuará atrapado en la corrupción, la mediocridad y la desconfianza ciudadana. El escándalo de la DIAN es la fotografía más nítida de esa tragedia. Y frente a esa evidencia, ya no basta con la indignación, se necesita una transformación radical en la manera de ejercer el poder, porque lo que está en juego no es un cargo más, sino la legitimidad misma del Estado colombiano.