El presidente Gustavo Petro ha emprendido una peligrosa cruzada para deslegitimar el sistema electoral colombiano, uno de los pocos pilares institucionales que aún gozan de credibilidad ante la ciudadanía. Al poner en duda la transparencia de las elecciones sin aportar una sola prueba concreta, está siguiendo el manual clásico de los populismos autoritarios: preparar el terreno para desconocer los resultados en caso de una derrota electoral.
El discurso de Petro sobre un supuesto fraude es infundado, irresponsable y profundamente calculado. No responde a fallas reales del sistema, sino a una estrategia orientada a debilitar el marco democrático que lo llevó al poder. Cuando un presidente ataca al árbitro electoral desde su investidura, lo hace no para corregir errores sino para someterlo a su narrativa y controlar su desenlace. Petro está debilitando deliberadamente la confianza ciudadana en las reglas del juego democrático.
El sistema electoral colombiano, aunque no perfecto, ha demostrado capacidad técnica, control institucional y garantías suficientes en los últimos procesos. Ha sido validado por misiones internacionales, auditorías y observación independiente. Las reformas necesarias deben hacerse con rigor, pero nunca desde la intimidación ni la propaganda. El presidente no está corrigiendo fallas: está erosionando la legitimidad del sistema desde adentro.
Esta ofensiva institucional forma parte de un patrón preocupante. Petro ha atacado a la Procuraduría, a la Fiscalía, al Congreso, a los medios de comunicación, a las cortes y ahora apunta a la Registraduría y al Consejo Nacional Electoral. La narrativa del “todos están contra mí” ya no es una postura política, sino una estrategia sistemática para acumular poder sin controles. Su retórica no está orientada a fortalecer la democracia, sino a debilitar sus contrapesos y concentrar autoridad en su figura.
El verdadero objetivo de estas acusaciones anticipadas es condicionar el resultado de las elecciones de 2026. Petro sabe que su imagen se ha desgastado y que el país está sumido en la inseguridad, la improvisación y el retroceso económico. Por eso necesita un enemigo a quien culpar de su eventual derrota: la institucionalidad electoral. Dejar sembrada la idea del fraude es su forma de justificar desde ahora un eventual desconocimiento del resultado.
Esa estrategia es peligrosa y tiene precedentes trágicos en América Latina. Así comenzaron los regímenes autoritarios que usaron el discurso de la legitimidad popular para desmontar los equilibrios republicanos. Así se justificaron reelecciones forzadas, manipulación de resultados, represión de la oposición y asfixia institucional. Petro no necesita copiar modelos extranjeros: ya ha dejado claro que admira y se alinea con gobiernos que han recorrido ese mismo camino.
Permitir que esta narrativa avance sin freno equivale a dejar abierta la puerta a un conflicto político de grandes proporciones. Si el presidente logra instalar la idea de que solo un triunfo suyo o de su coalición es legítimo, cualquier otra opción será tildada de ilegitima. Y si eso ocurre, la democracia colombiana estará enfrentando su crisis más profunda en décadas.
El silencio de algunos sectores frente a este riesgo no es ingenuo: es cómplice. Las instituciones deben pronunciarse con firmeza, la ciudadanía debe organizarse para defender el voto, y los medios tienen la responsabilidad histórica de desmontar esta narrativa con hechos y argumentos. No se trata de una disputa ideológica, sino de una lucha por la preservación misma del orden constitucional.
Colombia no puede permitir que el presidente use su poder para incendiar el sistema que garantiza la voluntad popular. El voto libre y confiable es la última línea de defensa de una democracia acosada. Y defender esa línea, con firmeza, sin ambigüedades y sin miedo, es hoy una obligación patriótica.