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Wilson Ruiz Orejuela

La encarnación más peligrosa del petrismo

Una columna del Portal de Opinión

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Isabel Zuleta no es solo una activista radical ni una senadora de segunda línea. Es, sin duda, una de las figuras más peligrosas del petrismo. Y no es por escándalos personales ni por errores accidentales, sino por algo mucho más grave, ha convertido su curul en una trinchera desde la cual socava abiertamente las bases del Estado de Derecho. Zuleta es la cara más agresiva del proyecto autoritario de Gustavo Petro, una operadora política al servicio de una estrategia que no pretende gobernar, sino tomarse el país a como dé lugar.

Desde el primer día del gobierno, Zuleta ha jugado un rol protagónico en ese ajedrez de poder, donde las reglas constitucionales son vistas como obstáculos menores. Ha sido la vocera más atrevida y más cínica de la reelección presidencial, desafiando de frente la Constitución, la historia republicana del país y la voluntad ciudadana que ya rechazó ese modelo con creces. Lo suyo no es una opinión, es una campaña planificada, descarada y persistente para eternizar a Petro en el poder.

Pero lo más grave no está en el discurso. Lo que hace a Isabel Zuleta tan peligrosa es su capacidad de operar desde adentro para beneficiar a quienes históricamente han estado del lado del crimen. Fue ella, con absoluta desvergüenza, quien pidió el traslado de peligrosos cabecillas criminales a Medellín. No por razones humanitarias ni judiciales, sino como parte de una estrategia política para darle oxígeno territorial a estructuras que han sembrado terror. Esa no fue una casualidad,  fue una jugada de poder.

Zuleta no representa a las víctimas, ni a la justicia, ni al progreso. Representa a ese sector radical del petrismo que está dispuesto a entregar el país a las mafias con tal de mantenerse en el poder. Su proyecto no es de paz, es de claudicación. No es de transformación, es de sometimiento. Lo que encarna es una amenaza directa a la democracia, a las instituciones y a la posibilidad misma de tener un país gobernado por la ley y no por el chantaje armado.

Bajo el disfraz de líder social, ha impulsado causas que en el fondo solo fortalecen el caos. Ha defendido públicamente a grupos criminales presentándolos como actores políticos, y ha sembrado el discurso de que la legalidad es una forma de opresión. A eso se reduce su narrativa: una peligrosa mezcla de victimismo ideológico y simpatía por la ilegalidad. Mientras miles de ciudadanos trabajan y sobreviven con esfuerzo, ella promueve indulgencia para quienes han usado las armas para enriquecerse y dominar territorios.

Es una de las principales promotoras de la idea de que la justicia es una herramienta burguesa y que las decisiones de los jueces deben subordinarse a la “voluntad popular”. Ese discurso es propio del populismo autoritario, donde se deslegitima a la rama judicial para concentrar el poder en el Ejecutivo. Lo vimos cuando defendió la intervención del Gobierno en la justicia electoral, atacando al Consejo Nacional Electoral por investigar a Petro, mientras callaba ante las violaciones flagrantes del régimen.

Su rol es el de una dinamita institucional. Donde hay control, ella exige “ruptura”; donde hay legalidad, ella impone “desobediencia”. No hay equilibrio posible con figuras como Zuleta en el poder. Cada una de sus intervenciones ya sea en el Congreso o en medios está cargada de resentimiento, polarización y un desprecio absoluto por el orden democrático. En vez de legislar para todos, legisla para unos pocos con los que comparte ideología, métodos y silencios cómplices.

Colombia no puede seguir indiferente ante lo que representa Isabel Zuleta. No estamos ante una simple voz disonante en el Congreso, sino ante una estratega del deterioro institucional. Si algo simboliza su presencia en el Senado es el desprecio por las reglas, el odio hacia las instituciones y la agenda encubierta de perpetuar un modelo de poder violento, clientelista y antidemocrático. A Zuleta hay que verla como lo que es, una amenaza activa y peligrosa para la República.

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