En los últimos años, el auge de las redes sociales ha transformado nuestra percepción del éxito, basándola en métricas superficiales que glorifican lo banal, lo vulgar y, en algunos casos, comportamientos que evidencian serios desórdenes emocionales o mentales. Esto resulta profundamente irónico cuando estas mismas plataformas promueven el cuidado de la salud mental.
Un caso emblemático de esta desconexión es el de Lilly Phillips, una joven británica que se propuso el controvertido reto de tener relaciones sexuales con 1.000 hombres en un solo día. Más allá de lo escandaloso del acto, este evento es un síntoma de cómo la trivialidad y la vulgaridad han permeado nuestras sociedades, dejando al descubierto una preocupante desconexión moral y espiritual.
El fenómeno no puede comprenderse sin analizar las plataformas que facilitan este tipo de dinámicas, como OnlyFans, que desde su creación en 2016 ha generado ingresos millonarios. Mientras que esta plataforma recaudó más de 6.000 millones de dólares el año pasado, el Museo del Louvre, símbolo de cultura y conocimiento, apenas alcanzó los 500 millones de euros. Aunque la comparación puede parecer extrema, ilustra nuestras prioridades como sociedad: el sexo como objeto de consumo prevalece sobre la cultura y los valores.
Defensores de OnlyFans argumentan que se trata de una herramienta de empoderamiento y libertad financiera para las mujeres, alineada con discursos feministas contemporáneos. Sin embargo, detrás de esta narrativa poética se oculta un sistema de explotación económica, física y psicológica, que reduce a las participantes a simples mercancías. Lo que se vende como fama y libertad no es más que una ilusión: tanto las creadoras como los consumidores se convierten en engranajes de un sistema esclavista disfrazado de modernidad.
En el caso de Lilly Phillips, como en el de muchas otras mujeres que participan en estas plataformas, la desconexión emocional y social es evidente. El aislamiento moral y físico es una constante, y las recompensas económicas inmediatas a menudo vienen acompañadas de daños emocionales y psicológicos irreparables. Más alarmante aún es que esto solo refleja la situación de las mujeres que ingresan voluntariamente, sin considerar los casos de explotación sexual, trata de personas y pornografía infantil, cuyas consecuencias son devastadoras.Por su parte, los hombres, como consumidores, tampoco salen ilesos. En lugar de buscar relaciones auténticas y significativas, se conforman con consumir experiencias que no solo deshumanizan a las mujeres, sino también a ellos mismos, perpetuando una desconexión moral y emocional que afecta a toda la sociedad.
No se trata de satanizar a estas mujeres ni a los hombres que consumen su contenido, sino de reflexionar sobre cómo hemos trivializado nuestros valores. La intimidad, una de las expresiones humanas más profundas, se ha reducido a una simple transacción económica. Y la sociedad que hoy aplaude este tipo de «éxitos» será la misma que mañana juzgue y estigmatice a quienes participaron en ellos.
Este caso evidencia una verdad incómoda: hemos olvidado lo que significa la dignidad humana. Nuestra escala de valores se ha vuelto efímera, casi inexistente, y hemos perdido de vista el verdadero significado del ser humano.
Redefinir el éxito sera fundamental replantear nuestra noción de éxito, alejándola de la fama y el dinero, y acercándola a valores que dignifiquen a la persona. Esto solo es posible a través de la educación.
Crear alternativas para las plataformas como OnlyFans no deben ser la única opción económica para las mujeres jóvenes. Es necesario fomentar oportunidades que promuevan su desarrollo integral y respeten su dignidad.
Fomentar el diálogo en las plataformas digitales son un síntoma, no la causa. Si queremos transformar nuestra cultura, debemos abordar las ideologías que trivializan lo sagrado y fomentan la desconexión moral y emocional.
Más allá de juzgar, debemos reflexionar, ¿qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Qué mensaje estamos enviando a las próximas generaciones? El verdadero éxito no radica en métricas digitales ni en riquezas materiales, sino en vivir una vida coherente con nuestra dignidad intrínseca. Estamos a tiempo de redescubrir lo que significa ser verdaderamente humanos y de construir una cultura que lo celebre. La pregunta no es si podemos cambiar, sino si estamos dispuestos a hacerlo.