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Hugo Armando Márquez

Simulacros

Una columna del Portal de Opinión

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La política global ha entrado en una era de simulacros. Los líderes actuales, con discursos grandilocuentes y promesas que apelan al patriotismo y la soberanía, se presentan como defensores inquebrantables de sus pueblos. Pero tras esa fachada se esconde una agenda mucho más cínica: perpetuar su poder a través de la polarización y el conflicto, alimentando el miedo, el odio y las divisiones internas. Lo que aparenta ser defensa de la nación es, en realidad, un sofisticado juego de manipulación donde la estabilidad es sacrificada para mantener el control.

Tomemos el conflicto actual en medio oriente como ejemplo. En el discurso público, los líderes de todas las partes implicadas afirman actuar en defensa de su gente y de su «dignidad nacional». El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, argumenta que sus constantes bombardeos a posiciones iraníes en Siria y Gaza son necesarios para proteger a Israel de la amenaza existencial de Irán y Hezbollah. ¿Pero realmente está protegiendo a Israel o está fomentando una situación de tensión permanente que le permite justificar sus políticas de mano dura? Es difícil no ver que detrás de sus palabras de unidad y seguridad hay una estrategia de poder a través del miedo. Un conflicto sin fin le asegura a Netanyahu un electorado cautivo, temeroso del caos que podría traer cualquier otra alternativa política.

Por otro lado, los líderes iraníes, con su retórica antiisraelí, utilizan el enfrentamiento con el «enemigo sionista» como un recurso político doméstico. En un país donde la economía se tambalea bajo sanciones internacionales y donde la corrupción y la represión interna son rampantes, ¿qué mejor manera de desviar la atención que con el enemigo externo? El régimen perpetúa un ciclo de violencia no solo para mantener su influencia regional a través de Hezbollah, sino también para garantizar que cualquier crítica interna quede ahogada bajo el ruido de la confrontación. Las víctimas civiles de ambos lados son el triste combustible de esta maquinaria de poder.

Pero este fenómeno no es exclusivo de Medio Oriente. En América Latina hemos visto variantes de este simulacro político, donde el conflicto interno o la polarización social se utilizan como herramienta de poder. El caso de Nicolás Maduro en Venezuela es emblemático. Mientras se proclama defensor del pueblo venezolano y su soberanía frente al “imperialismo estadounidense», la realidad es que Maduro ha usado la narrativa del enemigo externo para consolidar su control autoritario y desviar la atención de la crisis humanitaria y económica que asfixia a su país. La escasez de alimentos, la hiperinflación y el colapso de los servicios básicos pasan a segundo plano cuando se agita la bandera de la resistencia ante un enemigo exterior, en un espectáculo que le permite seguir gobernando sobre las ruinas de su propio país.

Jair Bolsonaro en Brasil, durante su mandato, explotó el nacionalismo y la polarización política hasta niveles peligrosos. Mientras ante la opinión pública se presentaba como el defensor de la familia, la religión y el orden, en la práctica fomentaba un discurso de odio contra los sectores progresistas, los indígenas y las minorías, creando un ambiente de división que minó la cohesión social.

Los simulacros, en nuestras sociedades, no son solo para prepararnos ante posibles desastres o para escudar el uso de Tinder como un servicio de cupido virtual. Aprobamos los simulacros como forma de acordar permitir el engaño, con tal de no quedarnos por fuera de algún grupo que nos permita sentirnos incluidos. Es ganar una inclusión para tener permiso de excluir.

Nos enfrentamos a mucho show, nos acostumbramos a percibir la política como un espectáculo y estamos casi que exigiendo que ellos nos entretengan con escándalos para no olvidarlos. Mal de nuestra parte: estamos eligiendo influenciadores más que representantes de nuestras necesidades. Estamos eligiendo sabuesos obsesionados con atacar a sus opositores y no líderes o gestores que promuevan el desarrollo y el progreso. En algunas ocasiones sentimos fresco y nos alegramos por el fracaso de aquel con quien no coincidimos o celebramos que se encuentre un nuevo caso de corrupción por el cual crucifiquemos al prójimo. El bien común como que no nos interesa. Compramos la tesis de dividir para reinar.

En el fondo, los líderes que perpetúan estos simulacros no están defendiendo la soberanía ni la dignidad de sus pueblos. Están defendiéndose a sí mismos, prolongando su tiempo en el poder, mientras el precio lo pagamos todos. Y el mundo está muy desigual, la brecha entre ricos y pobres es cada vez más marcada para ponernos a sumarle una deuda como esta a nuestra ya castigada economía de bolsillo.

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