A dos años de iniciado el gobierno de Gustavo Petro, el primer presidente de izquierda elegido por los colombianos, llegan los balances sobre lo bueno y lo malo.
Petro llegó al poder en un contexto de alta expectativa y polarización, prometiendo cambios profundos en una Colombia marcada por la desigualdad, el aún presente conflicto armado, la inseguridad, el narcotráfico y la corrupción. Como pasa en todo el mundo, el descontento con el Status Quo generó el ambiente preciso para lograr que el deseo de cambio se convirtiera en la plataforma para una campaña exitosa y alcanzar el poder. Y él supo capitalizar.
Retórica va y viene, señalamientos, grandes esfuerzos para demostrar resarcimientos sociales y confrontación, más confrontación para mantener viva la llama de la confianza de su electorado y las tan siempre ansiadas favorabilidad y relevancia política.
Pocas luces, muchas sombras y demasiadas palabras frente a lo que puede desembocar en un gran desencanto. El presidente trajo un estilo de gobierno centrado en la grandilocuencia de sus ideas y lo rimbombante del discurso, no en la transmisión de capacidad de ejecución y un legado tangible.
Y claro que hay acciones loables: puedo decir que es importante aplaudir lo que creo es una legítima intención de llegar a una paz definitiva. Ha buscado abrir negociaciones con todos los grupos armados, una ambición que debería ser la norma si queremos erradicar la presencia de grupos armados narcotraficantes de entre nosotros. Más querer hacer la paz total sin planearla o tener una hoja de ruta cierta fue irresponsable: cada promesa para dar fin a los ataques, amenazas y más desplazamiento, se convierte en frustración para las víctimas que no dejan de ser las mismas, década tras década. El ELN no acabó a los 3 meses como lo aseguró en campaña, pero por paz mental acordemos que esa fue una ilusión para significar que tenía la voluntad.
Petro nos recordó que “el tema de la corrupción no es un tema ideológico”, sino “una cultura, que atraviesa todo, está en los más ricos, y en los más pobres”. Sí, así y en esas precisas palabras. Los dedos de ambas manos se nos acabaron para contar los señalamientos y denuncias, todos y cada uno más grotesco que otro. Ofrecer disculpas, pedir ser perdonado fue un buen mensaje, sí. Al menos de dientes para afuera. Pero finalmente sigue señalando que todos son malos, menos él. Como en otrora los políticos y dirigentes que él mismo criticaba.
Podemos también percibir que su administración ha decidido aumentar el gasto e inversión social y ha promovido reformas fiscales para financiar estos esfuerzos. Sin embargo, la economía colombiana ha enfrentado desafíos significativos, incluyendo una alta inflación y un crecimiento económico lento. El aumento del gasto público no ha sido acompañado por una estrategia clara para fomentar el crecimiento sostenible. Querer, poder y hacer son verbos que se conjugan en momentos distintos, pero que se ejecutan uno tras otro para definir la coherencia y capacidad o no de un mandatario.
Y si bien la intención de paz total es plausible, la violencia continúa siendo una herida abierta a la que no se le aplica cura, Representa una esperanza frente al cambio climático, pero no se consolidan políticas serias y de transición realmente proyectadas, nos obnubiló con la promoción de Colombia como el país de la belleza y se nota mejoría tangible en el turismo, pero la desaceleración económica castiga seriamente el corto y largo plazo en materia económica.
No ha sido un gobierno que la haya tenido fácil y no es que tenga que serlo, ninguno lo ha sido. Es verdad que se esperaba tener oposición recalcitrante y sin descanso. Pero su mejor oposición han sido sus propias actuaciones, así como sus propios subalternos. Es curioso que sus detractores hayan decidido en obstinarse por su vida privada, por sus gustos, por su pasado ya amnistiado y convertirlo en parte de un discurso que es adornado por los hechos realmente cuestionables.
Así su periodo presidencial esté a la mitad, ya inscribió su nombre en la historia. Tal vez su rol era el de hacer despertar la voz popular de la cual se había desconectado hace muchos años la clase política y no ser propiamente el cambio esperado. Su fervor, contundencia legislativa y capacidad oratoria contrastan con sus demostraciones como mandatario (ya lo demostradas en su alcaldía). Un ismo más como el Uribismo o el Santismo… y que como todos ellos, pone al país a pensarse a consciencia para evitar continuar esperando soluciones mesiánicas que se comportan todas igual y arriesgar por la sensatez a la hora de elegir.
Por las grietas abiertas hasta ahora, este parece no ser otro periodo más que de transición. Desde ahora debería empezar el Pospetrismo, deberían ser dos años proyectándonos hacia los consensos y al progreso.