Hace cuarenta años, Colombia experimentó uno de los episodios más lamentables y bochornosos de su historia reciente, la toma y retoma del Palacio de Justicia. Los días 6 y 7 de noviembre de 1985 marcaron un punto de inflexión en la memoria colectiva del país, dejando una profunda cicatriz en su institucionalidad y en la sociedad. Lo que inicialmente fue planteado por el M-19 como una acción política en contra del Estado, culminó siendo un acto de agresión directa contra la democracia, la justicia y la vida misma.
El M-19, que enarbolaba la bandera del pueblo y hoy se autoproclama portavoz de los oprimidos, selló en esos días su destino histórico, pasando de ser un actor político armado a convertirse en símbolo de barbarie. Con el trascurso del tiempo, el relato ha procurado diluir responsabilidades, reescribir la historia y atenuar culpas, pero la verdad se muestra tozuda. La acción del M-19, aliada con el narcotráfico y manipulada por intereses oscuros, no fue un acto heroico, sino un crimen que sumió al país en el caos y dejó más de un centenar de muertos, entre ellos magistrados, empleados judiciales, militares y civiles inocentes.
El M-19 se caracterizó por su actuación impasible, premeditada y despiadada hacia la vida humana. En su búsqueda de justicia, los guerrilleros terminaron por comprometer la integridad del sistema legal. A cuarenta años de aquel lamentable incidente, aún no se ha recibido una disculpa sincera ni un reconocimiento pleno de la responsabilidad histórica que les corresponde. Las investigaciones realizadas, los testimonios y los archivos desclasificados han revelado que tras la toma hubo intereses cruzados que iban mucho más allá del discurso político.
Muchos de los protagonistas de aquel genocidio han buscado redención en la política, la academia o la cultura, reivindicando una versión parcial de los hechos que exalta el proceso de paz, pero omite a las víctimas. Es crucial recordar que la historia no puede ser escrita desde el olvido selectivo. Es imperativo reconocer no solo los errores cometidos, sino también asumir la responsabilidad de reparar el daño moral y simbólico infligido al país por el M-19 durante el asalto al corazón mismo de la justicia colombiana. El Palacio no solo fue un edificio en llamas; fue la metáfora de un Estado sitiado por la violencia y la impunidad.
En el contexto de la ocupación del Palacio, se desestimó el valor legal, se erosionó la confianza en las instituciones y se impuso la lógica de la fuerza sobre la razón. El legado de dicho horror no puede ser el silencio ni la tergiversación, sino el compromiso con la verdad. Evocar los hechos de hace 40 años no constituye una reapertura de heridas, sino una garantía de que estas no se cierren de manera inadecuada. Es imperativo que Colombia tenga acceso a la información completa y veraz, sin filtros ideológicos ni interpretaciones sesgadas. Aquellos miembros del M-19 que actualmente ocupan puestos de poder, aquellos que imparten lecciones sobre democracia o moral pública, deben enfrentar su pasado y reconocer que la toma armada de la justicia fue un acto de extrema gravedad.
El M-19, que se presentaba como un movimiento insurgente cargado de ideales populares, decidió asaltar el corazón del Estado con un acto de barbarie disfrazado de revolución. De acuerdo con lo expresado por sus representantes, el propósito de dicha reunión era llevar a cabo un juicio contra el presidente Belisario Betancur y poner en evidencia los excesos cometidos por parte de los poderes fácticos. Sin embargo, la investigación ha revelado que el operativo fue financiado y manipulado por intereses oscuros, cuyo objetivo era destruir expedientes judiciales y sembrar caos. La toma y retoma del Palacio de Justicia puso de manifiesto la mezquindad de aquellos que creyeron que era posible construir un país nuevo mediante el uso del terrorismo.
Los hechos acaecidos en el Palacio de Justicia evidencian la perversidad y la manipulación de aquellos que actualmente buscan presentarse como mártires y defensores de las injusticias en Colombia. Esto demuestra cómo la narrativa histórica puede ser susceptible a la manipulación política. El M-19 le debe a Colombia mucho más que una narrativa romántica de redención. Es imperativo que se le brinde la verdad completa, sin adornos ni omisiones, y que se ofrezca una disculpa pública, no por conveniencia, sino por responsabilidad moral. De este modo, el país podrá concluir de manera definitiva uno de los periodos más turbulentos de su historia, y evitar que el legado de la corrupción siga afectando a la población. El establecimiento de una memoria colectiva en la sociedad no puede fundamentarse en la omisión de la verdad. A los caídos se les honra con veracidad, justicia y memoria.